
Su vida dependía de ese paso: sus blanquecinas pieles, estaban demacradas, sus ojos reflejaban el fracaso, el odio, la envidia, la tristeza y el dolor, sus manos gastadas de tanto tratar de hacer algo bien, sus brazos y piernas con tajos sangrantes. Ya no le quedaba nada a lo que aferrarse, nada de donde poder sacar las ganas que le faltaban para vivir.
Tomó una gran cantidad de aire, pero no respiraba, el aire entraba débilmente a sus pulmones. Pensó: “¿Qué más da? Ya estoy aquí, ¿quien me extrañará? Yo creo que nadie. ¿Qué más da?”. Nunca escuchó el llanto inaudible que provenía de él, nunca escuchó su corazón.
Respiró a medias de nuevo y dio un paso, y ese paso lo dejó tal como había empezado: Muerto.